DESGRACIA, Coetzee
Luego de leer “2666”, no recuerdo qué crítico dijo que tuvo que tocar cada parte de su cuerpo para ver que todo estuviera en su sitio. Pues bien, debo confesar que al leer la colosal novela póstuma de Bolaño no sentí nada parecido; más bien quedé con los ojos en blanco, sorprendido y enriquecido. Sin embargo, ahora que he leído “Desgracia” de Coetzee, comprendo a ese crítico que quizás nunca recuerde su nombre y no es que no quiera acordarme, como dice Cervantes, simplemente se escapa a mi memoria. La lectura se ha llevado partes de mí y en cierta forma me siento vacío, incompleto. La luz del día, posterior a leer la última página, no fue la misma. Me sentí flotando, mis puntos de vista respecto al mundo habían cambiado en 180 grados; la calle no era la misma calle, el cielo era otro cielo, la gente perdía su carácter concreto: eran espectros o sombras que se cruzaban por mi nublada vista.
Había cambiado. La tragedia, tantas veces novelada, tenía el cariz de realidad. A pesar que unos 30 años me separan del protagonista, uno se va desintegrando línea a línea con David Lurie, como si desde el comienzo, protagonista y lector se ataran en una caída hacia lo más profundo de las desgracias. La miseria y la cadena de tragedias cuestionan. No se sabe si las reacciones de los personajes son las correctas; si la psicología, por decir, de Lucy es comprensible para un ser humano común y corriente. Quizás no lo sea o, tal vez, es tan comprensible que eso nos hace sudar frío.
El temor es latente, pero controlado. La narración no cae en eufemismos, ni en exageraciones. Nos instalamos frente a un retrato y una sucesión de hechos descritos con crudeza y distancia. La historia o más bien las implicancias y sensaciones de la historia se arman en las mentes de los lectores (percepción). En una de esas, seguramente, el objetivo primero de los escritores magistrales como Coetzee.
